Llegamos
a Jodhpur y nuestra primera parada
fue el hotel de Hans (el suizo que
amablemente nos invitó a acompañarle en su coche desde Jaisalmer), un hotel con
estrellas, no sé cuantas. Pero lo que sí sabíamos es que pisaríamos solamente el
hall. Nos despedimos de él y nos adentramos en la ciudad en busca de una guesthouse acorde a nuestro bajo
presupuesto. Y la encontramos. Pero antes de relajarnos del todo tuvimos que cambiar
de habitación porque hallamos una linda ratita asomando sus morritos cerca del váter
mientras que me disponía a orinar, acción que dejé para la siguiente habitación.
En
principio, esta ciudad nos resultó un poco fea y caótica, sin aceras, como casi
todas las ciudades de la India, donde tienes que ir sorteando coches, risckshaws, motos y la muchedumbre que viene en tu contra.
No
fue hasta la mañana siguiente, cuando partimos a visitar el fuerte de Mehrangarh, cuando empezamos a descubrir otra ciudad. El barrio
por el que ascendimos desde el hotel hasta el fuerte era muy lindo. Carlos acertó
cuando me comentó que le recordaba a las calles empinadas del Albaycín, donde el ritmo de vida se torna
más tranquilo y pueblerino. El caos aquí desapareció y nos dejaba vía libre
para contemplar sus calles, hablar con los lugareños, hacernos fotos y llegar jadeando,
pero sosegados, hasta el fuerte.
No recuerdo
bien si la entrada al fuerte era cara o en ese momento o a nosotros nos lo pareció.
Diciendo la verdad le comentamos al policía de la entrada que habíamos quedado
con un amigo dentro de las instalaciones del recinto, en concreto en la puerta
del museo. El hombre nos dejó entrar sin reservas y nosotros pudimos disfrutar
de la visita del fuerte y recorrer cada rincón de este sitio sin pagar una
rupia. Eso sí, nos quedamos con ganas de entrar al museo y al palacio, pero
como carecíamos de ticket, no pudimos entrar. Hans, hombre madrugador, ya había finalizado su visita, así que volvimos
a quedar para cenar.
Cuando
abandonamos el fuerte lo hicimos por otra puerta que se encontraba en la cara
posterior y nuestra sorpresa fue encontrarnos con una de las cosas más
significativas de esta ciudad junto con su fuerte: el barrio azul. Y es que en este barrio todas las casas están
pintadas de un celeste marroquí. Esta distinción en el color de las casas era
propia solo de la casta de los brahmanes,
la primera en el escalafón. Se decía que pintaban sus casas en azul para
ahuyentar a los mosquitos y proporcionar frescor en su interior, pero hoy en
día se sigue pintando las casas por un interés turístico y no es relevante de
la casta de la que se desciende.
Y paseando, Carlitos haciendo fotos y yo
curioseando hasta el último rincón, sin perder detalle, vislumbré una puerta de
la que salía música y jaleo. No tardé en asomarme y en su interior se mostraba un patio y en el centro un
coro de mujeres tocando y bailando música tradicional india. Una de ellas se
dio cuenta de mi presencia y me invitó a entrar y sin apuro ninguno entré y
comencé a bailar con ellas. Una vez más la música y el baile fue el lenguaje que utilizamos y el
que nos brindó la oportunidad de vivir una experiencia única en la vida:
asistir a una boda india.
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